jueves, 31 de marzo de 2011

El enigma de Philip K. Dick


Philip Kindred Dick puede ser considerado de varias maneras. Para muchos fue y sigue siendo uno de los más grandes escritores de ciencia-ficción de todos los tiempos. Para muchos -varios de ellos colegas en el oficio de redactar cohetes y robots- PKD no fue más que un paranoico de cuidado, adicto a las anfetaminas y con delirios mesiánicos y una preocupante propensión a hacer el ridículo en público. Para muchos -en especial para franceses y japonenes- PKD es uno de los artistas claves del siglo XX y está a la misma altura que Proust, Joyce o Kafka. Para muchos PKD trasnscendió las fronteras del género convirtiéndose en mesías underground y proponiendo a través de sus novelas y cuentos una suerte de alternativa filosófica y religiosa a la hora de discernir entre lo que es real y lo que no lo es, entre lo que está cuerdo y lo que no lo está, entre lo que fue en realidad y lo que creemos que fue.


Es posible que todos y cada uno de ellos tengan algo de razón pero todos ellos, seguro, se ponen de acuerdo en algo: PKD hubo uno y hay uno solo y es más que probable que nunca haya otro. PKD es ese tipo al que las buenas películas inspiradas en su obra – Blade Runner y El vengador del futuro- apenas le hacen justicia y, por su dificultad a la hora de ser adaptado a la pantalla, otros prefieren robar y no dar crédito a la hora de The Truman Show, Dark City, ExistenZ, Matrix, El sexto día, Abre los ojos, Vanilla Sky o Minority Report.


PKD fue uno de los gemelos sietemesionos que nacieron el 16 de diciembre de 1928. Jane -su hermanita y replicante- moriría un mes más tarde. PKD siempre creyó que Jane seguía viviendo adentro suyo. Empieza a tragar las primeras pastillas y escribe ocho novelas, todas ellas puntualmente rechazadas por las editoriales. Entonces conoce a Tony Boucher -editor de The Magazine of Fantasy & Science Fiction- y decide, muerto de hambre, probar suerte. El primer cuento publicado por PKD se titula “Roog!” y tiene como protagonista a un perro, tal vez porque por esos días PKD sólo tiene dinero para comer comida para perro. Empieza a escribir y publicar cuentos con velocidad anfetamínica. Los alarga y los convierte en novelas.


Para 1961, y coincidiendo con el derrumbe de su segundo matrimonio, PKD entra en lo que considera su Edad de Oro con la publicación de “The Man in the High Castle”, que le valió el premio Hugo -el más alto galardón dentro de la ciencia ficción- con 35 años. Llega a publicar cuatro novelas por año. 1968 es el Annus Mirabilis de PKD: primero llega “Do Androids Dream of Electric Sheep?” (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), que serviría de inspiración para el film Blade Runner. Después aparece “Ubik”, para muchos la obra maestra de PKD. Poco después. este decide que ya es suficiente, que ya escribió bastante, que ha llegado el momento perfecto para tener la mejor y más grande crisis psicótica de toda su vida.


Para los años 70 está claro que PKD no es el típico escritor de ciencia-ficción. Para él, el espacio exterior no es más que una excusa para explorar el espacio interior. Es un outsider, un francotirador, un tipo peligroso. Es un paranoico sin retorno, un replicante de sí mismo, que ofrece sus servicios al FBI o tal vez PKD es un sabio al que las drogas le abrireron las puertas de una realidad conspirativa donde Watergate es, apenas, la punta del iceberg de un estado policial y alienígena.


Desde entonces y hasta su muerte en 1982, víctima de un ataque cardíaco, PKD se dedica a procurar entender lo que le ocurrió durante febrero y marzo de 1974, cuando abrió la puerta de su casa y, jura, fue invadido por una entidad extraterrestre con forma de “rayo rosado”. Desde su muerte -coincidiendo con el estreno de Blade Runner- la figura y la importancia de Philip K. Dick no ha dejado de crecer y aquel que siempre despreció el futuro hoy descubriría que el presente se parece bastante a sus libros: internet, gran hermano, el turista espacial y millonario o los videojuegos ya aparecían en sus novelas y cuentos.

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